Comunicarse con otras personas es una necesidad fundamental para los seres humanos. No hay nada más triste que una persona que no tenga a nadie a quien recurrir para intercambiar unas palabras y expresar sus afectos. La relación social tiene una función biológica. Desde una perspectiva evolutiva, el contacto con los demás nos ha facilitado la búsqueda de comida y la protección de los depredadores. De hecho, los vínculos sociales influyen en la alegría de vivir y hasta en la resistencia a las enfermedades crónicas.
Al margen de que la soledad elegida puede tener transitoriamente efectos beneficiosos, la soledad impuesta resulta generadora de infelicidad. Cuando una persona se siente sola, puede reconcentrarse más en su dolor (físico o emocional), mostrarse más incapaz de reconstruir la relación con el mundo exterior y tender a autocompadecerse. Hay personas que no tienen a nadie con quien poder hablar o compartir sus pensamientos o sentimientos. A veces acuden con frecuencia al médico: necesitan no que los sanen, sino que los escuchen.
Las redes sociales constituyen un instrumento que, utilizado adecuadamente, puede favorecer la socialización y contribuir a estrechar los lazos de pertenencia a un grupo. Sin embargo, conectarse no es, en modo alguno, equivalente a comunicarse. La identidad personal de un adolescente no puede entenderse sin las relaciones de amistad. Por medio de Twitter, Facebook o Instagram los jóvenes pueden aumentar su lista de amigos y adquirir popularidad y reconocimiento, a costa a veces de compartir información comprometida de índole personal.
En cualquier caso, la amistad virtual no es igual que la amistad real. Hay incluso una perversión del lenguaje en las redes sociales. Los amigos agregados de Facebook o los seguidores de Twitter no son sino meros contactos. Estas redes pueden facilitar en sus usuarios actitudes exhibicionistas, como ocurre en el muro de Facebook cuando se utiliza como escaparate para compartir detalles íntimos, o narcisistas, como cuando se hace alarde del número de seguidores o de likes en Twitter, de los mensajes retuiteados o de las frases convertidas en trending topic. Es más, se pueden crear perfiles falsos en Facebook o Twitter, en donde se puede engañar sobre la edad, la formación académica, la profesión y hasta el tipo de personalidad, o en Instagram, en donde se pueden retocar las fotos colgadas. Todo ello contribuye a la creación de identidades ficticias y a vivir literalmente en una realidad virtual.
Se trata de relaciones débiles que tan fácilmente se crean como se eliminan porque no reconocen los matices en la comunicación cara a cara. Una persona puede tener muchos amigos en Facebook y, sin embargo, nadie con quien conversar en la vida real o compartir el fin de semana. Por ello, la sobreexposición a las redes ha trastocado las formas de ocio y hasta los modos de relación.
No se puede sustituir la comunicación directa, con el lenguaje verbal y extraverbal que ello implica, por contactos virtuales, que están plagados de malentendidos. Ambos tipos de comunicación pueden ser complementarios, pero no sustituibles. Las caricias, las sonrisas, los gestos, el tono de voz o los abrazos no pueden ser reemplazados por los emojis, los selfies o los mensajes de texto. Las emociones complejas se perciben a través de las microexpresiones faciales. La sensación de mirar directamente a los ojos no la igualará nunca un mensaje de 280 caracteres. Una persona puede sentirse sola en medio de un aluvión de emoticonos, selfies y mensajes. Si se sacrifica la conversación por la conexión, se tergiversa el núcleo de la comunicación humana, como cuando se abandona a una pareja diciéndoselo por un WhatsApp.
Asimismo en los mensajes de las redes suelen mezclarse la esfera de lo público (la profesión, la edad o el lugar de residencia), de lo privado (el sistema de valores o los recuerdos biográficos) y de lo íntimo (el espacio interior más reservado de cada persona, del que se hace partícipe solo a los más allegados). La confusión entre estos tres planos, que son como círculos concéntricos de radio progresivamente menor, empobrece dramáticamente la comunicación. La intimidad es lo que nos confiere dignidad como personas. Algunas personas reflejan en sus mensajes una falta de pudor, un deseo de exhibicionismo y una carencia de valores de forma alarmante. En Internet se cuentan demasiadas confidencias y se cuelgan demasiadas fotos y contenidos sobre los que el sujeto emisor pierde el control.
Como ocurre en tantas otras actividades, la tecnología en sí no es buena ni mala, sino depende del uso que se haga de ella. Las redes sociales, bien utilizadas, constituyen una herramienta formidable de comunicación, siempre que nos acerquen a quienes tenemos lejos (ahí están las posibilidades enormes de Skype o Facetime) y no nos alejen de quienes se encuentran cerca. En algunos sectores se empieza ya a constatar una cierta fatiga de las redes sociales, sobre todo cuando se convierten en un vehículo de noticias falsas que se hacen virales, en un vertedero de odio o insultos o en una intromisión en la intimidad ajena. Curiosamente las personas son más dadas a compartir con desconocidos la indignación que la alegría. Sin duda la inmediatez de la respuesta y el amparo en el anonimato facilitan esta conducta.
* Publicado en El País de España | Enrique Echeburúa. Catedrático de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU). Académico de Jakiunde.